domingo, 20 de junio de 2010

Cultivar la espiritualidad

El hombre actual se preocupa mucho por la salud, por el cultivo de sus habilidades y por tener a punto su cuerpo. También cultiva con esmero su inteligencia, especialmente en los aspectos que tienen que ver con su trabajo. Todo ello contribuye, sin duda, al desarrollo personal y a tener una buena calidad de vida. Pero apenas cuida su espiritualidad, y esto impide el desarrollo integral de su yo profundo.
Parto de la convicción de que la persona está abierta a la Trascendencia, al Misterio. Es lo que nos sugiere ese hambre de Verdad, de Bien, de Belleza y de Vida que tenemos y que percibimos cuando nos detenemos a pensar y nos hacemos preguntas tan sencillas como si la vida humana vale la pena, si tiene algún sentido, alguna meta.
Al proponer la necesidad de cuidar el cultivo de la espiritualidad, me refiero a desarrollar la capacidad de tener una actitud de asombro ante la vida, que nos lleve a pensar personalmente y plantearnos preguntas que iluminen el discurrir de nuestra existencia diaria: ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde caminamos? ¿Que sentido tiene el hecho de existir y por qué decimos que hay valores que tienen que ser aceptados y potenciados, comos los derechos humanos?
Esto sólo es posible si recuperamos el hábito del silencio interior. Sólo entonces podemos pensar por cuenta propia, diferenciar el bien del mal y descubrir una meta que unifique y guíe nuestras decisiones de cada día.
Los creyentes sabemos que la espiritualidad se desarrolla cuando dedicamos tiempo a la oración, a leer la Palabra de Dios, a examinar nuestra vida, a dejarnos enseñar por la lectura sosegada de algún libro , a revisar nuestras actitudes profundas y el porqué de las mismas. El ritmo de la vida actual nos dispersa, nos llena de tensiones, nos quita la paz y nos impide pensar y ser nosotros. Y si no desarrollamos nuestro yo más hondo, nuestra espiritualidad, terminamos por vivir en la superficie y por dejarnos manipular. O lo que es igual, terminamos por no ser nosotros mismos: no ser personas auténticas y libres, como corresponde a los hijos de Dios.

viernes, 11 de junio de 2010

SACERDOTE, POR LA GRACIA DE DIOS

Al clausurarse hoy en Roma el año sacerdotal, os recuerdo lo que escribí hace tres meses, ante la fiesta de San José. Cuando me preguntan por qué me hice sacerdote, sólo tengo una respuesta: Por la gracia de Dios. Soy el 19 de 21 hermanos, y nací por pura gracia de Dios. A mi padre le acababan de liberar del penal de Ocaña, donde le habían encerrado con uno de mis hermanos por no ser afectos a los desmanes de la república. Nací terminada la guerra. Mi madre era una mujer valiente y no se avergonzaba de tener hijos. Siendo niño, escuché a una vecina, que le afeaba el haber tenido tantos.
Mi familia no era religiosa, pero Dios tiene sus propios caminos. Me enseñó a rezar un amigo, dos años mayor que yo, que tuvo el gran acierto de hablarme de Dios y de corregirme cuando era necedario. ¡Curioso, porque él era hijo de un republicano! Me enseñó a rezar y me aconsejó las tres Avemarías cada noche. Hice la primera comunión con más años de lo que era habitual. Y es evidente que soy cristiano por la gracia de Dios.
Por la gracia de Dios, el cardenal de Toledo me envió a Roma al terminar los estudios de Filosofía.
Y en los tiempos del Vaticano II, dediqué ocho años a profundizar en la Filosofía y en la Teología; y me inicié en periodismo en radio Vaticana. Fui el último sacedote que ordenó el cardenal Pla y Deniel, en su capilla privada. Todo es gracia.
Cuando miro atrás, veo que la vocación se fragua día a día, porque todos los días tienes que responder a Dios, entre ilusiones y miedos, entre aciertos y tropiezos. Si dejas de escuchar su voz, tu fe y tu alegría se marchitan. Y ser sacerdote sólo vale la pena si se intenta vivir el Evangelio con hondura y sin cálculos. Siempre, por la gracia de Dios.
Juan XXIII, a quien ayudé a misa en ocasiones, me dejó un regalo muy útil. Fui a visitarle con el cardenal de Toledo, y al hacernos la foto, alguien dijo que me pusiera de rodillas. Pero el Papa "bueno" se me quedó mirando y dijo: ¡No! Soy un hombre, y sólo tenemos que arrodillarnos ante Dios. ¡Y siempre, por la gracia de Dios!

sábado, 5 de junio de 2010

HACED ESTO EN MEMORIA MÍA

La Eucaristía es el "memorial", la actualización para nosotros de la muerte y la resurrección de Jesucristo. Cuando la celebramos, en el Pan y en el Vino se hace presente Jesucristo, se nos da el amor de Dios, ese amor que le llevó al Padre a enviarnos a su Hijo; y que le impulsó a Jesús a amarmos con obras y con palabras, hasta dar la misma vida por nosotros.
Cada vez que celebramos la Eucaristía, ese amor sale a nuestro encuentro y alimenta nuestra vida de fe. Además, tras hacerse presente el sacramento, Jesucristo se queda en el sagrario, para que podamos acudir a sus plantas y compartir con Él todas nuestras alegrías y nuestras preocupaciones. Ante el sagrario, la tristeza se diluye, las tentaciones pierden fuerza, la alegría se multiplica, el amor se acrecienta y la mirada del creyente descubre la presencia amiga de Dios.
El día del Corpus Christi sacaremos al Santísimo por las calles de la parroquia y le llevaremos a visitar a nuestros mayores en su residencia. Es una manera de confesar que tenemos que vivir el amor evnagélico también en las calles y en las plazas, y que el culto sincero a la Eucaristía se pone de manifiesto en la preocupación por todos, de manera especial por los más necesitados. Por eso, el día del Corpus Christi es el Día da Caridad, el día en que Jesús nos repite con una viveza especial eso de "Haced esto en memoria mía". Que cada uno dé su sangre por los demás, como Él hizo. Y nos abre el corazón para hacernos cercanos a los que han perdido el trabajo, a los ancianos que se encuentran solos, a los enfermos, a todos los crucificados que nos encontramos en nuestras ciudades.