lunes, 28 de octubre de 2013

LOS FRUTOS DEL AÑO DE LA FE

Estamos llegando al final del Año de la Fe, convocado por el papa Benedicto XVI, para reavivar la fe de los cristianos. Es justo que los católicos nos preguntemos cada uno cómo hemos vivido este año y qué consecuencias ha tenido sobre nuestra vida de fe. El desarrollo o crecimiento de nuestra fe implica, por una parte, conocer mejor y más a fondo las verdades que confesamos en el Credo que recitamos cada domingo en la misa. Necesitamos tener una comprensión actualizada y viva de Dios, de Jesucristo y su obra salvadora, y del hombre. Hay católicos que, a lo largo de este año, han acudido al Catecismo de la Iglesia o han leído y estudiado alguno de los documentos del Vaticano II. Es una manera de actualizar y de reavivar la fe que confesamos. Por otra parte, dado que la fe es la entrega confiada a Dios, que se nos ha revelado, reavivar la fe implica acrecentar la confianza y amistad con Dios. Y el camino para ello es la oración. Conozco a varias personas que han participado en las escuelas de oración, que se han iniciado en "lectio divina", en la lectura diaria de la sagrada Escritura para saborear la Palabra de Dios y dejarse transformar por ella. Porque la Palabra de Dios tiene una fuerza transformadora profunda, que nos lleva a desear y a conocer más a Dios, tal como se nos ha dado y revelado en Jesucristo. Si ha aumentado nuestra en la vida de oración, seguro que se ha reavivado nuestra fe. En tercer lugar, la hondura y la autenticidad de la oración se pone de manifiesto en que cambia nuestras actitudes profundas y purifica nuestros sentimientos. Como dice la oración del domingo treinta del tiempo ordinario, que celebramos el 27 de octubre, en el trato con el Señor aumenta nuestro amor, nuestra fe y nuestra esperanza. Este aumento se echan de ver en la manera en que tratamos a los demás y en que dejamos al Espíritu Santo purificar nuestros sentimientos. Porque sólo Él es la fuente de la paz del corazón, de la alegría honda y de la bondad que se traduce en compasión ante el hermano que sufre y respuesta eficaz.

lunes, 14 de octubre de 2013

EL DISCERNIMIENTO ESPIRITUAL

En los días pasados, hablé del desarrollo de nuestra vida espiritual, nuestra vida interior. Uno de los pasos a dar consite en descubrir que me pide Dios aquí y ahora. En eso consiste "realizar un buen discernimiento", un juicio lo más certero posible sobre lo que debo hacer y qué pasos debo dar para ello. El gran maestro del arte del discernimiento espiritual es San Ignacio de Loyola. Aunque el tema es muy profundo, como expongo en el libro "Recibiréis la fuerza del Espíritu" (Edit CCS), pienso que tendremos una comprensión aproximada si nos fijamos en estos cinco pilares. El primero: ¿Qué dice la Escritura sobre esa cuestión que trato de analizar, teniendo en cuenta mi estado de vida (casado/a, soltero/a, religioso/a) y mi condición (Varón, mujer, joven, mayor, en activo...). El segundo pilar, es lo que ha dicho el Vaticano II, y para ello conviene que preste especial atención a las dos constituciones sobre la Iglesia. De manera especial, por su aplicación al mundo de hoy, al que trata de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Ese es el tercer pilar: como vivir lo que me dice la fe en este momento concreto de mi historia y de las historia de la Iglesia. El cuarto, consiste en la consideración de los carismas o dones que Dios me ha dado. Por ejemplo, si no tengo buen oído musical, es evidente que Dios no me llama a dirigir el coro de la parroquia. Y finalmente, el quinto pilar consiste en ver las mociones que producen en mí las diversas decisiones que podría tomar. Si me producen turbación interior o tristeza, seguramente no es lo que me pide Dios. Pero si me producen paz, alegría y gran ánimo, es señal de que esa decisión es acertada. Con un ejemplo: te puedes plantear si Dios desea que entregues tu vida al sacerdocio, o seas religioso/a, o que des el paso de una vez y te ofrezcas para catequista, o que te presentes para trabajar en Cáritas... Pregúntate: qué dice la Biblia de misiones como éstas a un creyente como yo, a qué nos alienta el Concilio Vaticano II; analiza si tienes las disposiciones mínimas para realizar esa misión tal como la Iglesia la entiende hoy; y qué sensación te queda cuando piensas que vas a par el paso... Seguiremos hablando, pero me gustaría que me ayudçarais, planteando cuestiones.

viernes, 4 de octubre de 2013

NO OS DEJÉIS ARREBATAR LA ESPERANZA

La esperanza de la que hablamos los cristianos es la esperanza teologal, un don que se nos regala en el sacramento del bautismo. Ese don, cuando somos conscientes de su presencia en nuestro corazón, transforma nuestra existencia con su dinamismo. Si, por una parte, la cruda realidad del pecado y del fracaso de las utopías intramundanas nos induce a ser fatalistas sobre la posibilidad de conseguir un mundo más humano; por orta, la certeza de que Jesucristo ha vencido al pecado y a la muerte, nos lleva a esperar un futuro luminoso. Es verdad que ese futuro transciende y supera todas las espectativas históricas, pero también lo es que su fuerza trasformadora se adentra en los entresijos de la historia, la renueva y la empuja más allá de los fracasos y del pecado que nos oprime. Con otras palabras, la meta de nuestra esperanza es el encuentro con Dios más allá de esta vida, pero en la medida en que caminamos comunitariamente y decididos hacia esa meta, con la ayuda de la gracia divina vamos transformando la fuerza del pecado que nos ha sometido. Todo ello, con la fuerza luminosa del amor que Dios ha puesto en nuestros corazones. Aunque sea lentamente y con paciencia, la esperanza teologal vivida en plenitud nos lleva a humanizar la existencia. Porque la gracia de Dios nos libera también del egoírmo, de la apatía, del orgullo, de la violencia y del ansia de poder. Esta libertad interior desata nuestras mejores energías y nos convierte en artífices de esos cielos nuevos y de esa tierra nueva que se han hecho presentes en nuestra historia por la muerte y la resurrección de Jesucristo. Pero, sólo en la medida en que confiemos en el Señor resucitado, podremos mantener viva esa esperanza que nos transforma y nos hace capaces de transformar el mundo en que vivimos. De ahí que nos insista con tanta frecuencia y vigor el papa Francisco en que no nos dejemos arrebatar la esperanza. Esa esperanza que brota del Espíritu, que transforma nuestros corazones y que nos capacita para alumbrar un mundo diferente. Porque mediante la fe en el Resucitado, es posible vencer el pecado del mundo. Ese pecado al que podemos denominar egoísmo, avaricia, injusticia, indiferencia, explotación... Pues nosotros sabemos que la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado.