jueves, 17 de abril de 2014

LA PASIÓN DE JESUCRISTO

La base de nuestra meditación de la pasión del Señor debe ser alguno de los relatos de los cuatro evangelios. Posiblemente el relato que se aproxima más a los hechos es el de san Juan, que incluye detalles que sólo se explican por ser el testimonio de un testigo presencial. Dicho esto, considero que hay diversas maneras útiles de meditar la pasión. La primera y más sencilla consiste en adentrarse en los dolores físicos de Jesús y en sus sufrimientos psicológicos, posiblemente más profundos. Verse rechazado por la mayoría de su pueblo, traicionado por uno de los suyos, abandonado por casi todos los amigos que le habían acompañado durante más de dos años, calumniado y despreciado. Y pensar en el sufrimiento de su madre... Todo ello le llevó a sentirse abandonado por Dios. Es verdad que había aceptado la muerte, pero seguramente no había imaginado de la brutalidad de lo que estaba por venir. Fue entonces cuando vivió en la oscuridad la fe y sintió la tentación del desaliento. Y todo ello, por amor a sus hermanos los hombres. ¿Valía la pena el hombre, ese hombre que somos tú y yo? Otra forma de acercarnos a la pasión del Señor es la preguntarnos qué papel jugamos cada uno de nosotros en la pasión de Jesucristo. Porque su pasión se prolonga hoy en la pasión del hombre. Y fue él quien nos dijo que lo que hacemos o dejamos de hacer por el hombre, lo estamos haciendo o dejando de hacer por Él. Pregúntate qué papel desarrollas en el sufrimiento de los otros. ¿Has vendido alguna vez, como Judas, al amigo, a alguna persona querida? ¿Pasas de largo, como la mayoría del pueblo, ante el sufrimiento humano? ¿Te lavas las manos cuando estás en presencia de una injusticia o de un atropello? ¿Te aprovechas del parado para imponerle unas condiciones que van en contra de las leyes? ¿Huyes del que sufre? ¿Jaleas y secundas a los tiranos? Pero la manera que me resulta más apasionantes es la de acercarme al amor de Cristo, que entrega la vida por nosotros. Es una manera de vislumbrar, siquiera sea de lejos, la impresionante ternura y misericordia del amor de Dios. Se deja torturar y matar por nosotros, por cada uno de los hombres. Y ante nuestros pecados y defectos, sigue diciendo que no lo hacemos por maldad, sino por simple ignorancia. No es extraño que san Pablo pregunte, en el capítulo octavo de su Carta a los Romanos: ¿Quién nos podrá apartar del amor de Dios? Pues cuando descubrimos a Dios como el Padre bueno que nos ama, hasta dar su misma vida por nosotros, hemos comenzado a intuir, aunque sea de lejos, que Dios es Amor; y que hacernos semejantes a Dios consiste en aprender a amar y en dar la vida por los otros. No porque ellos nos amen, sino sencillamente porque son humanos, hijos de Dios.

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