domingo, 7 de octubre de 2012

DOCTORES TIENE LA IGLESIA

El pueblo llano viene utilizando la expresión "doctores tiene la Iglesia" desde hace siglos, cuando los grandes profesores de Salamanca eran considerados como la máxima autoridad a la hora de hablar de Dios y de las cuestiones doctrinales. Por mi parte, voy a emplear esta expresión para hablar de san Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen, declarados Doctores de la Iglesia por el papa Benedicto XVI. Y lo ha hecho de una manera muy elocuente en la misa de apertura del Sínodo de Obispos, que va a reflexionar sobre la nueva evangelización.
Ambos son dos figuras fascinantes de la Iglesia y de la historia humana sin más. También los dos conocieron la persecución por parte de las autoridades eclesiásticas de su tiempo: San Juan de Ávila pasó dos años en una cárcel de la inquisición, bajo sospecha de ser hereje; y santa Hildegarda tuvo bajo entredicho eclesial el monasterio en el que era Abadesa. También ambos, separados por cuatro siglos, impulsaron una reforma a fondo en la Iglesia. Y comparten la opinión de que, para llegar a esa reforma deseada, hay que comenzar por el clero: por los sacerdotes y religiosos.
Dándome por directamente aludido, en mi condición de sacerdote, me pregunto qué nos pide el Espíritu a los curas de hoy. Y está muy claro que lo primero que nos pide es que seamos santos, pues como ha dicho el Papa en la homilía de la misa de apertura del Sínodo, "los Santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones".
En segundo lugar, nos está pidiendo que centremos más nuestra oración, nuestra vida y nuestra predicación en Jesucristo, pues como también ha dicho el Papa en la misma homilía, "la evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central y último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios". Pero únicamente se puede hablar de Jesucristo con autoridad moral cuando se habla mucho con Jesucristo ante el sagrario, a la luz de la Palabra de Dios.
Dicho esto, se me ocurren algunas cosas aparentemente secundarias, pero muy convenientes. La primera, dedicar más tiempo al estudio y a preparar la homilía. La segunda, ser conscientes de que sólo vamos a estar algunos años en el ministerio que se nos asigna, y que no es justo que impongamos al Pueblo de Dios al que servimos, los gustos o preferencias personales, deshaciendo los caminos que habían hecho (Quizá no nos damos cuenta de que pronto será otro el  que desmantele nuestras humildes aportaciones). La tercera, que dediquemos más tiempo a escuchar, tanto en el confesionario como en el despacho; y por fin, que nos alejemos de quienes difundenden dichos y comentarios sobre los demás.   

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