lunes, 1 de octubre de 2012

EVANGELIZAR AL HOMBRE DE HOY

Dentro de pocos días comenzará un nuevo Sínodo de Obispos, que va a tratar sobre la evangelización. El Papa aprovechará este encuentro para proclamar "El año de la fe", que tiene como objetivo reavivar y fortalecer la fe de los cristianos. Como miembro del Pueblo de Dios, me corresponde mantenerme a la escucha, dispuesto a acoger con gratitud lo que el Espíritu Santo nos diga a todos los cristianos, a través de los padres sinodales y de la voz autorizada del Papa Benedicto XVI.
Como párroco al que se le ha encomendado servir a sus hermanos, me he preguntado muchas veces y me sigo preguntando cómo hay que proclamar el Evangelio al hombre de hoy. De momento, tengo muy claros estos aspectos. El primero, que el evangelizador debe partir de una experiencia honda de fe, para contar a los demás lo que le ha sucedido a partir del momento en el que se encontró con Jesucristo. Sólo quien ha visto y oído puede hablar con la autoridad del testigo. De ahí que una exigencia básica para proclamar el Evangelio sea mantenerse en estado de conversión permanente. O lo que es lo mismo, mantenerse siempre a la escucha de la Palabra con un corazón abierto a lo que Dios nos diga. Pues para hablar de Dios de una manera significativa, hay que hablar mucho con Dios.
El segundo, utilizar un lenguaje que provoque e interpele al oyente. No basta con que la palabra sea precisa y correcta, sino que tiene que dar la impresión, a quien la escucha, de que nos están hablando de algo que es importante para nuestra vida de cada día, de algo que nos afecta en lo más hondo de nuestro ser.
El tercero es que hay que hablar más de Dios y, quizá, un poco menos de moral. En lugar de decir al oyente lo que debe hacer o no hacer, anunciarle lo que Dios ha hecho por Él y quién es ese Dios. La esencia del Evangelio no es "amar a Dios y al hombre" con toda el alma. Esos son los dos primeros mandamiento, pero el Evangelio no es un mandamiento, sino una buena noticia: que Dios sí existe, que nos ama y nos espera con los brazos abiertos.
Y el cuarto, dirigirse a la persona concreta. Como se dice vulgarmente, emplear el boca a boca. Y tan malo es el silencio sobre Dios como aburrir al otro repitiéndole sin cesar fórmulas estereotipadas. Eso sí, para que el otro nos escuche, debe sentirse escuchado y acogido previamente. Pues sólo cuando le acogemos y le escuchamos sin prisas, abandona sus mecanismos defensivos y abre su corazón a la Palabra de Dios que le anunciamos.  

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