viernes, 12 de septiembre de 2014

LOS MAYORES TAMBIÉN SOMOS IGLESIA

Cada domingo voy a una residencia de mayores a celebrar la santa misa. Suelen acudir en torno a cuarenta personas, la mayoría residentes. Tenemos un responsable de cantos y un equipo de liturgia, que se ocupa de las moniciones y de preparar lo necesario para celebrar la santa misa. Porque los mayores también son Iglesia, y no es justo ni evangélico que personas, que han vivido intensamente la fe durante su vida, se vean privadas de los sacramentos y de la cercanía de la Igliesia cuando más necesitan la ayuda del Señor. Como hay dos residencias dentro de la parroquia, en la que es más pequeña, celebro la misa sólo las fiestas de precepto que caen fuera del domingo, pero todos los sábados les llevamos la comunión. De vez en cuando, me acerco para escuchar a los que desean confesar o hacer una confidencia cualquiera. Y a todos los recuerdo que son Iglesia, y que su contribución a la evangelización es valiosa y necesaria, porque tienen muchas cruces que ofrecer al Señor, mucho tiempo para orar y muchas ocasiones para recordar a sus hijos y nietos, cuando los visitan, que Dios sí existe, que es infinitamente bueno, que es fiel y misericordioso y que nos ama con la pasión de un Padre. Al mismo tiempo, suelo informarles de la vida de la Iglesia universal y local, para que se sientan unidos a ella. Pero lo más llamativo y emocionante es su manera de pedir perdón de los pecados. Al comenzar la misa, les invito a pedir perdón a Dios y a los demás. Raro es el día en que alguna abuela, siempre la misma, no me responde en voz alta: "Padre, que yo no tengo pecados". Y lo creo, porque su cara de buena la delata. Aunque a medida que les recuerdo algunas actitudes negativas en las que pueden caer (Muy poca cosa: Enfados, peleas, quejas, críticas de los compañeros...) no es raro que levante su mano y diga con humildad: "Padre, de eso sí que tengo que pedir perdón". Por lo demás, hay un extremeño bonachón y noble, que cuando me pongo a hacer examen de conciencia, nos dice: "Podemos repasar los mandamientos y empieza a recorrerlos uno a uno. Yo le dejo hacer, porque los rostros de todos me indican que el tema les interesa. Uno a uno, va recorriendo los manramientos en voz alta, con preguntas muy concretas, como seguramente le enseñaron los salesianos, con los que estudió. El caso es que todos le siguen con atención, y son varios los que al plantear alguna pregunta incisiva, levantan sus manos temblonas y dicen con humildad: "Padre, yo también tengo que arrepentirme de eso..." Y así, de una forma natural, los domingos se convierten en la fiesta del arrepnetimiento y el perdón. En estos tiempos en los que algunos dicen que no es necesario confesar, mis compañeros mayores me dan cada domingo una lección de humildad, de confianza en el perdón de Dios y ánimo para que me continúe sentando cada día en el confesionario. Me avangelizan, porque los mayores también son Iglesia.

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